En esta era de máquinas extraordinarias y ambiciones asombrosas, donde los cohetes ascienden más allá de la estratósfera y los aviones comerciales surcan los cielos cada minuto, existe una disciplina sobre la cual descansa todo este progreso. No brilla en presentaciones ni canta en vídeos promocionales. No busca aplausos. Pero sin ella, las torres colapsan, las alas fallan y las misiones perecen. Esa disciplina es la evaluación No Destructiva (END).
Y está desapareciendo. No de nuestras plataformas de lanzamiento o hangares, sino de nuestras universidades. Está desvaneciéndose de las mismas instituciones encargadas de preparar a los guardianes de la seguridad del próximo siglo.
La END no es una nota al pie. Es una práctica multidisciplinaria que une ciencia de materiales, física, mecánica de fractura e interpretación de señales. Es la forma en que interrogamos una estructura sin desmantelarla, cómo descubrimos fallas ocultas antes de que se conviertan en catástrofes. Practicar END es pensar como detective, percibir como físico e intervenir antes de que comience el daño. Es, en todos los sentidos, una ciencia preventiva.
Y sin embargo, en varias industrias, se ha convertido en una ocurrencia tardía. Un ítem en la lista de verificación. Esta mentalidad no solo es errónea, es peligrosa.
La trágica pérdida del sumergible Titan de OceanGate en 2023 es un ejemplo aleccionador de lo que sucede cuando las señales de advertencia no solo se pasan por alto, sino que se ignoran activamente. La empresa se basó en la técnica de monitoreo por emisión acústica (EA), un método que detecta tensiones internas al “escuchar” los sonidos microscópicos de deformación. Pero se informó que los datos fueron ignorados y su interpretación malentendida.
El fenómeno del efecto Kaiser, donde el estrés previo puede enmascarar un nuevo daño hasta que se alcanza una carga mayor, no fue tenido en cuenta o fue descartado. Más preocupante aún, el CEO declaró públicamente que los crujidos escuchados durante las inmersiones eran “normales”. En lugar de tratar estas emisiones como advertencias, las señales fueron racionalizadas y los datos de END evitados.
Para agravar la situación, el sumergible fue construido principalmente con compuestos de fibra de carbono, materiales conocidos por su resistencia a la tracción, pero poco adecuados para soportar las fuerzas de compresión extremas del océano profundo. Esto no fue solo una falla de materiales. Fue una desestimación sistémica de los límites de la ingeniería y de la END precisamente cuando ambos eran más necesarios.
Recordemos: los programas aeroespaciales más exitosos de la historia no relegaron la END a un segundo plano. La integraron en el tejido mismo del diseño y la producción. En Skunk Works, el laboratorio de innovación de Lockheed Martin, la inspección no era una función separada, estaba presente en el taller. Los ingenieros de END colaboran diariamente con maquinistas y diseñadores.
Los principios de la END no estaban confinados a una oficina, vigilaban en el origen. Con la inspección incorporada al ritmo del trabajo, el escrutinio se volvió algo natural, y la excelencia, una expectativa. No era demora, era disciplina. Era de rigor. Y produjo algunas de las maravillas de la ingeniería más duraderas de la era moderna.
Ya no vivimos en una época en la que se puedan permitir errores. El espacio ya no es dominio exclusivo de las naciones; es el patio de recreo de los multimillonarios, la autopista de los datos, el campo de batalla de la estrategia. Se están probando sistemas hipersónicos en secreto, mientras aeronaves envejecidas continúan volando más allá de sus ciclos de vida previstos. Y mientras el aire se llena de innovación, los cimientos se vuelven frágiles. La manufactura aditiva, los compuestos adheridos y los sistemas autónomos introducen nuevas formas de falla que nuestros antiguos métodos de inspección luchan por abordar.
Y en medio de todo esto, las naciones intercambian tecnologías de misiles con una frecuencia que debería alarmar a cualquier observador sensato. En un mundo así, no hay margen para el error. Cuando hoy ocurre una falla, no solo se rompe el hardware, se rompe la confianza, se paralizan flotas y se redefinen políticas. La END sigue siendo una de las pocas disciplinas capaces de ver el peligro antes de que se convierta en desastre. Pero solo si se le permite actuar con antelación. Solo si se enseña. Se financia. Se respeta.
Es hora de devolver la END al centro de la educación en ingeniería, no como una asignatura optativa ni como una reflexión tardía, sino como un pilar fundamental. Invertir en nuevas mentes debe ser tan prioritario como invertir en nuevas máquinas. También es necesario reconstruir una cultura en la que ingenieros y profesionales de los END colaboren desde el primer día, no desde el día 101. Los programas verdaderamente visionarios no esperarán a que una falla les recuerde aquello que decidieron ignorar.
Seamos claros: la tecnología por sí sola no nos salvará. Ningún algoritmo sustituirá el instinto. Ningún escáner automatizado reemplazará el juicio forjado a lo largo de años de experiencia. Necesitamos ingenieros de END formados, confiables y presentes, porque las estructuras que construimos hoy son demasiado complejas, demasiado críticas y demasiado implacables como para dejar su integridad al azar.
La evaluación no destructiva quizás nunca encabece un comunicado de prensa. Tal vez nunca esté en el centro del escenario durante una cuenta regresiva. Pero es la guardiana silenciosa de la confiabilidad, la disciplina que ve la grieta antes de la ruptura, la señal antes del silencio.
Y si decidimos ignorarla, si permitimos que desaparezca de las aulas y sea marginada en las salas de juntas, enfrentamos las consecuencias, no en hipótesis, sino en los escombros.
Este artículo fue desarrollado por la especialista Anita Gregorian y publicado como parte de la quinta edición de la revista Inspenet Brief Agosto 2025, dedicada a contenidos técnicos del sector energético e industrial.